De laberinto en laberinto.
De pronto me di cuenta que yo residía en un laberinto. Fue a resultas de la lectura de “El viaje vertical” de Enrique Vila-Matas. Hacia el final de su libro, dice que existe “un plano de la Gran Llanura, un barrio que está situado al norte de la capital de la Atlántida. Había en esa zona veintinueve canales verticales y diecinueve horizontales. La Gran Llanura, por su perfecta geometría cuadriculada de sus calles y canales, le recordó a Mayol lo que originariamente ideara el arquitecto Cerdá para el Ensanche de Barcelona.” A continuación, se mostraba un dibujo de dicho plano. Esta imagen fue la que me sugirió la de un laberinto. Era un laberinto. Y eso fue pues, lo que me hizo pensar que en realidad yo había estado viviendo en un laberinto. Un laberinto con nombre propio: el Ensanche de Barcelona. ¿Cómo no lo supe ver antes?
Se trataba de un laberinto por el cual durante años transité, sin perderme, sin experimentar ningún tipo de angustia, como suelen sentir, según dicen, los que se atreven a entrar en un laberinto, temerosos de no hallar después, la salida. Yo sabía que camino tomar, en que esquina o bifurcación girar. Y siempre llegaba a donde me propuse de antemano. Hasta que un día, descubrí, como ya he dicho, que en realidad me hallaba viviendo en medio de un laberinto. Tomé conciencia de ello y también de que aquel laberinto conectaba con otros laberintos: el de Gracia, el de Sants, el de Poble sec, el de Sarriá… y que cuando alcanzaba el final de mi laberinto, en lugar de salir de él, en realidad lo que hacía era introducirme en alguno de estos y de allí pasaba a otro, y a otro más, y así sucesivamente. Fue entonces, cuando sentí la necesidad de dejar mi laberinto, aunque fuese a costa de ir a parar a otros de mayor o de menor tamaño. Y así, enlazando uno con otro, alcancé otros laberintos alejados de mi país. Fui penetrando en todos ellos y seguí sin sentir el menor atisbo de angustia, más bien todo lo contrario. Conocer otros laberintos implicaba conocer otras culturas. Hallar colgando de sus paredes, piezas de arte diferentes. Siempre consciente de que me instalaba en otros mundos. Hasta comprender que, en realidad se trataba de una red de laberintos, montados para la ampliación del saber. Y que adentrándome cada vez más y más en ellos, andaba buscando del centro de todo. Sabiendo, tal como se decía, que ese centro era el palacio de la memoria. Esa era la finalidad, y fue entonces cuando me di cuenta que ese centro, nunca llegaría a aparecer ante mis ojos. Que sería la eterna quimera que me empujaría a seguir adelante. Comprendí que se trataba ni más ni menos que de la esencia misma del laberinto. Así que, hice que fuese imposible el tirar atrás; yo mismo corté el hilo de Ariadna. Cerré, conscientemente, los caminos del retroceso. Porque aprendí que el laberinto es el camino que conduce de la ignorancia al conocimiento.
Rafael Rodríguez-Bella Septiembre 2010
De pronto me di cuenta que yo residía en un laberinto. Fue a resultas de la lectura de “El viaje vertical” de Enrique Vila-Matas. Hacia el final de su libro, dice que existe “un plano de la Gran Llanura, un barrio que está situado al norte de la capital de la Atlántida. Había en esa zona veintinueve canales verticales y diecinueve horizontales. La Gran Llanura, por su perfecta geometría cuadriculada de sus calles y canales, le recordó a Mayol lo que originariamente ideara el arquitecto Cerdá para el Ensanche de Barcelona.” A continuación, se mostraba un dibujo de dicho plano. Esta imagen fue la que me sugirió la de un laberinto. Era un laberinto. Y eso fue pues, lo que me hizo pensar que en realidad yo había estado viviendo en un laberinto. Un laberinto con nombre propio: el Ensanche de Barcelona. ¿Cómo no lo supe ver antes?
Se trataba de un laberinto por el cual durante años transité, sin perderme, sin experimentar ningún tipo de angustia, como suelen sentir, según dicen, los que se atreven a entrar en un laberinto, temerosos de no hallar después, la salida. Yo sabía que camino tomar, en que esquina o bifurcación girar. Y siempre llegaba a donde me propuse de antemano. Hasta que un día, descubrí, como ya he dicho, que en realidad me hallaba viviendo en medio de un laberinto. Tomé conciencia de ello y también de que aquel laberinto conectaba con otros laberintos: el de Gracia, el de Sants, el de Poble sec, el de Sarriá… y que cuando alcanzaba el final de mi laberinto, en lugar de salir de él, en realidad lo que hacía era introducirme en alguno de estos y de allí pasaba a otro, y a otro más, y así sucesivamente. Fue entonces, cuando sentí la necesidad de dejar mi laberinto, aunque fuese a costa de ir a parar a otros de mayor o de menor tamaño. Y así, enlazando uno con otro, alcancé otros laberintos alejados de mi país. Fui penetrando en todos ellos y seguí sin sentir el menor atisbo de angustia, más bien todo lo contrario. Conocer otros laberintos implicaba conocer otras culturas. Hallar colgando de sus paredes, piezas de arte diferentes. Siempre consciente de que me instalaba en otros mundos. Hasta comprender que, en realidad se trataba de una red de laberintos, montados para la ampliación del saber. Y que adentrándome cada vez más y más en ellos, andaba buscando del centro de todo. Sabiendo, tal como se decía, que ese centro era el palacio de la memoria. Esa era la finalidad, y fue entonces cuando me di cuenta que ese centro, nunca llegaría a aparecer ante mis ojos. Que sería la eterna quimera que me empujaría a seguir adelante. Comprendí que se trataba ni más ni menos que de la esencia misma del laberinto. Así que, hice que fuese imposible el tirar atrás; yo mismo corté el hilo de Ariadna. Cerré, conscientemente, los caminos del retroceso. Porque aprendí que el laberinto es el camino que conduce de la ignorancia al conocimiento.
Rafael Rodríguez-Bella Septiembre 2010
Què maco, Rafael.
ResponEliminaVisca el laberint si ens fa més savis!
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