No reconocí al hombre que tenía frente al espejo. Sin consultármelo, mi familia decidió donar mis órganos ¡todos!. Mis ojos brillaban en el rostro de una mujer; el hígado había salvado la vida momentáneamente a un alcohólico irredento; el corazón latía al compás en el pecho de un anciano. Incluso mi pierna derecha estaba ahora firmemente anclado en la ingle de un amputado.
Pero un trasplante de cara era, francamente, más de lo esperado.
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